La piscicultura en las regiones más australes de Chile ha impactado en el ecosistema marino, su biodiversidad y en las formas de vida de las comunidades locales
Por: MERITXELL FREIXAS. Diario El País de España
Santiago de Chile 19 OCT 2019 –
A unos 1.200 kilómetros al sur de Santiago, en la costa del Pacífico, se encuentra Chiloé, la isla más grande de Chile. Rodeada por decenas de ínsulas de menor tamaño, conforma un archipiélago de 2.000 kilómetros de litoral. Allí, en el seno de una familia de pescadores y a orillas del río Pudeto, nació y creció Ruth Caicheo, líder de una de las comunidades mapuche-huilliche del municipio de Ancud, ubicado al norte de la isla.
Ruth fue testigo de la irrupción de la salmonicultura en el sur de Chile a mediados de los ochenta, cuando la dictadura de Augusto Pinochet apostó por dar un impulso a esta industria. Hasta entonces, los sureños habían subsistido gracias a la agricultura y la pesca artesanal para el autoconsumo. “Cosechábamos choritos [mejillones], otros mariscos y pelillo, un alga que sirve para hacer cosméticos”, explica. Recuerda cómo los alimentos que el mar entregaba eran abundantes y se compartían entre la comunidad: “Era como una gran familia”.
Las condiciones que ofrece el mar en las regiones australes de Aysén y Los Lagos, donde se ubica Chiloé, motivaron a varias transnacionales a abrir sus filiales en el país sudamericano que, a partir del año 2000, desarrolló una política de entrega de concesiones acuícolas por 25 años (renovables) para la explotación de recursos marítimos. Estas autorizaciones, otorgadas por el Ministerio de Defensa, permiten instalar balsas-jaulas sumergidas en el océano destinadas al engorde masivo de estos peces.
Hoy Chile es el segundo productor mundial de salmones, solo por detrás de Noruega, país referente del sector. Entre 1990 y 2017 la industria salmonicultora del país aumentó su producción en casi un 3.000%. Según un informe de la organización Terram, elaborado con datos de la Subsecretaría de Pesca (Subpesca) y el Servicio Nacional de Pesca (Sernapesca), en mayo de 2018, en las regiones de Los Lagos, Aysén y Magallanes existían casi 1.400 concesiones entregadas para salmonicultura y casi 600 más en trámite. La Asociación de la Industria del Salmón de Chile (Salmón Chile), patronal del sector, en 2018 asegura que las exportaciones totales de salmónidos llegaron a 630.000 toneladas y dejaron más de 5.000 millones de dólares de beneficios. Estados Unidos es su puerto principal, seguido Japón, Brasil, China y Rusia.
Los salmones en cautiverio son alimentados con pellets, una especie de comprimidos elaborados a base de peces convertidos en harina de pescado y mezclados con químicos. Un estudio del biólogo marino Alejandro Buschmann establece que el 75% de la comida subministrada a los salmones “queda en el ambiente de una forma u otra” y que “una parte importante va al fondo”, donde también se acumulan las heces de los propios salmones que contienen restos de los productos ingeridos.
El doctor en Oceanografía de la Universidad de California Tarcisio Antezana explica que la contaminación de las aguas en exceso por estos nutrientes provoca la eutroficación, un proceso de floraciones de algas que prolongan y avivan la marea roja (microalgas tóxicas). Además, se generan condiciones anaeróbicas en el agua que impiden la existencia de la vida en el mar: al disminuir la concentración de oxígeno, algunos animales abandonan la zona, hay especies de plantas y algas que no llegan a crecer, y aumentan los microorganismos anaeróbicos, que no aportan oxígeno y producen toxinas que ralentizan aún más la descomposición de la materia. En 2016, el vertido de 9.000 toneladas de salmones muertos en aguas de Chiloé intensificó la marea roja y provocó una mortandad de 23 millones de peces y una profunda crisis social, ambiental y económica. 10.000 trabajadores de la industria fueron despedidos.
Antezana reprocha que no se reconozca ni cuantifique el deterioro ambiental provocado por la salmonicultura: “No está establecido el impacto en las comunidades submarinas”, asegura. El Informe Ambiental de la Acuicultura (2015-2016), elaborado por la Subpesca, registró que en 2015 el 16% de los centros de cultivo de las regiones de Los Lagos, Aysén y Magallanes presentaron calificaciones anaeróbicas “asociadas principalmente a centros de producción de salmones”. En 2016 la cifra subió hasta el 19%.
En el ordenamiento jurídico chileno no existe una regulación específica y aplicable únicamente a la salmonicultura. Sin embargo, la Ley General de Pesca y Acuicultura (LGPA) y el Reglamento Ambiental para la Acuicultura (RAMA) recogen las principales normas medioambientales de cumplimiento para el sector. La última modificación de la LGPA exige (artículo 13) un reglamento sobre el tratamiento de los desechos provenientes de la acuicultura, sin embargo, en nueve años no ha habido avances al respecto.
La Dirección General del Territorio Marítimo (Directemar) es, junto con Sernapesca y Subpesca, uno de los principales organismos responsables de preservar el medioambiente acuático y sus recursos naturales. Su director general, el vicealmirante Ignacio Mardones, explica en una entrevista escrita que la autoridad marítima está desarrollando “una nueva metodología de evaluación que considera el coeficiente de riesgo y que tendería a ser más restrictiva, garantizando una mayor protección del medioambiente acuático y permitiendo enfrentar de manera más sólida el escenario actual”. Sin embargo, reconoce que la “inmensidad” del área a supervisar, con más de 4.000 kilómetros de costa; el déficit de medios humanos y materiales; y la falta de recursos financieros dificultan el desempeño de un papel fiscalizador “más activo y con mayor presencia”.
La descarga excesiva de desechos al ambiente y el hacinamiento en el que crecen los peces facilitan la transmisión de enfermedades y parásitos, que se combaten con antibióticos. En Chile los estándares de regulación para el uso de antimicrobianos son bajos. La legislación prohíbe la aplicación preventiva y existen protocolos para garantizar su eliminación en el pescado comercializable, pero no hay límites para su suministro mientras los animales están en el mar. En 2017, la industria salmonera del país sudamericano utilizó casi 1.400 veces más gramos de antibióticos por tonelada de salmón producida que Noruega.
Se ha demostrado que el abuso de antibióticos provoca que algunas bacterias de peces generen resistencia a estos fármacos. “Si las deposiciones de los salmones que pasan al mar tienen bacterias resistentes de la flora de los peces tratada con antibióticos, estas pueden transmitir los genes de resistencia a las bacterias del ambiente marino y a patógenos humanos que se encuentren en ese ambiente”, expone Felipe Cabello, investigador en Microbiología e Inmunología del New York Medical College. El académico asegura que, si bien los medicamentos se diluyen en el agua, “hay algunos que persisten por meses y cuanto más se usen, más prolongada va a ser la persistencia en el medioambiente y sus efectos”.
Desde Salmón Chile, el empresariado afirma –a través de un cuestionario escrito– que están trabajando con su foco puesto en la “sustentabilidad” y “la construcción de capital social”. Señala que la industria del salmón “se adapta a las exigencias actuales y actúa con acciones concretas”, entre las que cita “reportes de sostenibilidad, progreso de la educación rural, reducción de antibióticos y limpieza de playas”.
Sin embargo, científicos y activistas cuestionan el uso excesivo de medicamentos y antiparasitarios por parte de la megaindustria acuícola y su falta de transparencia. Un debate que se reabre con fuerza cada vez que ocurren episodios de fugas masivas de peces. La última, en 2018, con la salida de casi 690.000 salmones de sus jaulas. Ese año varios diputados ingresaron un proyecto de ley para que la información relativa a los antibióticos sea pública por empresa y centro de cultivo. Hasta el momento, no ha habido avances en su tramitación.
El engorde de salmón genera también impacto en la cadena trófica de los ecosistemas marinos. Es un animal carnívoro y no autóctono de los mares de Chile que por cada kilogramo de producción necesita, al menos, otros tres de peces nativos para su alimento.
Mauricio Ceballos, portavoz de campaña Océanos de Greenpeace Chile, señala que las especies exóticas de salmón “perturban las relaciones” de los ecosistemas marinos y menciona al lobo marino, su principal depredador, como uno de los principales afectados. “Los centros salmoneros ponen todo su esfuerzo en ahuyentarlos, inicialmente con redes alrededor de las jaulas, pero también han probado con ultrasonidos para que no se acerquen. Los lobos algunas veces rompen estas redes y generen escapes, por lo que, en muchas ocasiones y al margen de la ley, las empresas han autorizado a sus funcionarios a cazarlos”, comenta el activista.
Mamíferos marinos como los delfines o las nutrias también se han visto afectados e incluso algunos han llegado a la desaparecer de la zona. “La presencia de las jaulas provoca la expulsión de pequeños cetáceos y nutrias, por lo que su aprobación generalizada en toda una zona puede tener serios efectos en los hábitats que ocupan”, indica Ceballos.
La expansión de la industria salmonera apunta hacia la zona más austral del mundo, en la Patagonia magallánica, donde se encuentra una de las mayores reservas de agua dulce no contaminada del planeta. Áreas prístinas históricamente habitadas por el pueblo Yagán, que ha abierto una batalla legal para detener la instalación de nuevos centros de cultivo. “Tenemos un ecosistema muy limpio y casi virgen, con muy poca intervención del humano. Es muy frágil y débil ante esta producción tan intensiva que busca lugares limpios y ricos en oxígeno para favorecer su producción”, dice el representante de la comunidad indígena Yagán de Bahía Mejillones, David Alday.
La llegada de las salmoneras ha alterado la forma de vida en el territorio insular: vació los campos para llenar las ciudades; convirtió a campesinos, pescadores y recolectores de mariscos en obreros asalariados; y modificó las dinámicas intercomunitarias. “La propiedad comunitaria del mar que ejercían de forma consuetudinaria los habitantes de la isla se fue privatizando”, apunta Víctor Contreras, investigador, etnomusicólogo y habitante del archipiélago. “Transformó una manera de vivir sin que sus protagonistas tuvieran otra opción distinta”, añade. Según datos de Salmón Chile, la industria emplea a más de 60.000 personas, pero en los últimos meses sindicatos y organizaciones medioambientales han criticado públicamente las condiciones laborales de sus trabajadores. El informe Salmones de sangre del sur del mundo, elaborado por la ONG Ecocéanos, sostiene que 43 personas han muerto entre 2013 y 2019 mientras desarrollaban sus labores. Ocho de ellas solo durante el mes de mayo pasado.
Hoy parte de los chilotes defienden que “las salmoneras son un mal necesario” que les ha permitido cotizar para la jubilación, pagar los estudios de sus hijos o comprarse una casa. Otros, en cambio, consideran que el coste de este desarrollo industrial es demasiado alto para la fragilidad ambiental de la isla, su ecosistema y patrimonio cultural. Ruth Caicheo es de estos últimos. No se olvida de las palabras de un lonko (líder indígena) que hace 30 años advirtió a su gente de los cambios que se acercaban: “Vio en su peuma (sueño) que llegaría una fuerte destrucción del territorio que afectaría a nuestra identidad”, recuerda. Y concluye: “Fue un presagio y no se equivocó”.